Suelo santificar a la danza, no siempre seguro y seguro también no sólo a la danza, pero de vez en cuando sí. La profunda consciencia de ciertas directrices, dinámicas para con el cuerpo que la técnica me asegura que me brindará alguna vez, me hace creer muchas veces que la danza es un camino hacia no sé qué lugar sagrado, trascendental o (mejor) 100% existencial, es decir, que recorre al ser-en-el-mundo como su uña encarnada más brillante y placentera. No obstante lo cual, a menudo, la realidad se me aparece crudísima y me cachetea sin más. La Danse, pienso, muestra una y otra caras de nuestra actividad con ingeniosa sutileza, casi documentalmente, y creo que en tal característica se basa buena parte de los aplausos que ha recibido de la crítica.
A propósito de sus futuras interpretaciones en Espartaco, le pregunté a un amigo que baila en La Plata: “¿Y, qué tal?” – tan simple y poco original como eso –, a lo que no dudó en responderme: “Una mierda. Me tengo que depilar las gambas”. Fue un segundo, una contestación que derivó en risa y no mucho más, pero por alguna razón su testimonio humeó por mi cerebelo unas cuantas horas. Una pregunta solemne e importante como la mía exigía una respuesta de su talla; sin embargo, y por fortuna, fue a encontrarse con una imagen – si se quiere – bizarra: la de una estúpida Gillette (azul, obviamente).
Seguro que bailar es conectarnos con las entrañas del Universo, pero con igual certeza constituye sentirse ridículo enfrente de una burguesía hambrienta de cultura “alta” a la que le tenés que ofrecer tus muslos afeitados y sumarle (de más está decirlo) la cara de mayor “circunstancia” para creértela. Porque sospecho que formar parte de una compañía o grupo más o menos estructurado (es decir, donde la posibilidad de voz del intérprete es mínima o nula) implica, además de obtener cierta satisfacción por saber que todos los meses uno tiene en su cuenta bancaria una buena suma de dinero que te permite “vivir de la danza” (“alta” proeza si las hay), ponerte el overol de bailarín más o menos técnico, más o menos académico y saber que te esperan el Lago, el Quijote y el Corsario más como “emboles patrios” que como insuperables oportunidades de dicha.
Lejos estoy de satanizar o satirizar a la labor clásica, y siempre es peligroso acudir a las generalizaciones tan de repente; lo que propongo es incorporar a la práctica su carácter si se permite más “terrenal”. ¿Cómo congeniar danza y vida? ¿Es ilícito desear tener un fin de semana libre en donde me dedique a ver televisión y comer, comer y comer en vez de imponerme asistir a una obra de danza aun en los momentos libres de ella? ¿Qué se hace cuando te da vergüenza lo que hacés arriba del escenario y, como en todo trabajo, “lo-tenés-que-hacer-igual-y-si-no-te-gusta-te-vas”? Preguntas, no mucho más, aunque, en el fondo – creo – buena parte del caretaje berreta con que muchos adoptan el hacer del ballet, con el cual se sienten incorporados a un modo de ser para los recién llegados rarííííísimo…
Diego G.
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